“Toma Carmen, te he hecho este saquito. Dentro hay unas semillas de cereal. Llévalo. Mira, bordé una piedra de moler. El lateral izquierdo es más grueso. Es la inicial de tu nombre. Te pusimos Carmen porque cada día, mientras comíamos frente la rueda vieja del molino, veía en ella esa letra. “C” de coraje, “C” de constancia , “C” de Carmen. Recuerda siempre tus orígenes Carmen, recuérdalos mientras puedas”, y le hice caso. No hay día que no recuerde a Madre y ese momento.

Con 16 años, ese saquito, un pan recién horneado por Padre y poco más, me despedía de mis padres para ir al País Vasco a ganarme la vida. Una vida que, con mucho dolor por mi parte y la de mis padres, sabía que aquí no podía ganarme.

Hoy en día, por el Valle, alguna de esas piedras verás. ¿Cómo poder describirte el ruido que hacía? Complicado. Había dos de esas piedras, una encima de la otra. La fija, abajo, se llamaba solera. La móvil, la de arriba, voladera. Se me ocurre una idea. Escoge uno de los molinos, por ejemplo el Molino del Tío Alberto, ponte frente a él, cierra los ojos e imagina el roce de dos piedras. ¿Lo oyes? Ese era el ruido de mi infancia. Ese y el de la tranquilidad que te rodea, ¿la oyes?