“¡Carmen, deja las gallinas!”, gritaba Padre desde la piedra que había en la puerta del molino.
Yo tenía…deja que piense…6 años. Me encantaba dar de comer a aquellos animalejos. ¡Eran tan agradecidas! Me devolvían el favor con aquel manjar tan exquisito. Nada mejor que unos huevos fritos recién puestos. ¡Qué maravilla! Aprendí sin duda a valorarlo cuando dejé de tenerlo.
Nací y me crie en un molino, uno de tantos que había en el Río Corneja. Uno semejante a los que hoy puedes ver. Un molino de agua. Una pequeña edificación en la que vivíamos, por aquel entonces, mis padres, tres de mis abuelos y mis cuatro hermanos, todos mayores que yo, más dos familias que ayudaban a Padre con las tareas de molinero. Dormíamos repartidos en cuatro estancias. La chimenea servía para calentar y cocinar. Una pequeña porquera donde cebábamos cerdos, un gallinero y un pequeño establo donde teníamos los burros que tanto ayudaban en el transporte. Todo ello rodeado de huertos.
Las huellas de su historia desaparecieron físicamente hace algunos años. Solo perdura en mí, en mi recuerdo. Sólo me queda un sinfín de sensaciones entrelazadas en mi corazón. Ahora con 70 años he decidido compartirlas contigo.
¿Me haces un favor? Compártelas tú también para que nunca se pierdan.